17/3/09

Fragmentario (apúcico)

Aviso: seguimos con otro capítulo del libro ''Cosas de mí que no conté nunca por vergüenza o lo que fuera''.

Repetía el ritual cada vez que daba con sus huesos en Madrid: salía a la calle al despertarse, sin mediar palabra con nadie, a veces dejaba una nota excusando su ausencia sin especificar demasiado: cuando uno decide disfrutar olvidando el reloj no sabe a qué hora volverá de su trance. Tomaba el metro, viajando por las venas de la capital hasta Gran Vía y allí se dejaba envolver por el espectáculo de la ciudad reproducido ante él, solo para él, para su deleite. Era la única forma de ver el latido de Madrid y llegar a conocerla tan íntimamente como sus naturales, de conseguir su impronta en el alma, ese aroma imaginario único de cada ciudad que se transmite observando su modo de vida en un día de diario. Sentía que tenía que compartir secretos así de personales con Madrid, pasó de odiar su ajetreo a estar profundamente enamorado de los ríos de desconocidos apresurados y la soledad, en momentos como aquel, pasó de resultar dulce a ser necesaria. Tras recorrer la Gran Vía de punta a punta, entraba en la Casa del Libro y compraba algún poemario sobre aquel que iba a visitar después. El Sol golpeaba de nuevo a la salida de aquella decepcionantemente enorme librería (no tienen apenas nada de Allen Ginsberg allí) cuando comenzaba su camino hacia el cenit, desertando de la calle eterna y dejando al mundo atrás. Entonces, unos metros después, encontraba a aquel con el que se reunía siempre en la Plaza de Santa Ana, convenientemente vacía o casi vacía, siempre puntual, aún sin haberse citado: la estatua de Federico García Lorca. Allí estaba, de pie frente a Lorca, siempre con una paloma en sus manos y siempre joven. Antes que nada compartía unos pensamientos con él, consultándole, comentando ideas que se le habían ocurrido y, cuando terminaba con aquello, se sentaba en el suelo y abría el poemario recién comprado para recitar un puñado de poemas, sus favoritos del cuaderno que fuera en aquella ocasión. Había llegado a comprar el mismo libro tres veces, incluso cuatro, regalándoselos a sus padres o a sus amigos en sus cumpleaños. Sentado en el suelo, apoyando el poemario sobre sus piernas, recitándolo para su maestro y parándose a cada estrofa para observar su figura y saborear con tranquilidad cada metáfora, aquel momento le llenaba de vida. Recordaría más tarde que sus lecturas frente a la estatua se hacían más vibrantes con Nocturno de la ventana IV, Pequeño poema infinito, Romance sonámbulo, Si mis manos pudieran deshojar y otros que tuvo la precaución de aprenderse de memoria para las ocasiones en las que el dinero no le permitiera comprar el libro del viaje. Era inmensamente feliz sentado allí junto con quien quería estar, quién sabe si su soledad, Lorca en su locura o ambas cosas, dejando pasar el viento y las horas, el viento del tiempo, su indiferencia ante la gente mirándole según iban y venían, clavado en el universo mientras todo lo demás cambia frenéticamente, volviéndose eterno. A veces recitaba poemas suyos memorizados entre los de su maestro, bien porque hablaban sobre los mismos temas o bien para que se les contagiara el talento, cambiándolos por lo que se le ocurriera en aquel instante. Se levantaba del suelo un buen rato después, cuando toda la fuerza y las ganas del encuentro se calmaban, hora de partir. Los poemas ya habían sido recitados ante Lorca, soplándole una bocanada de su propia eternidad, compartiendo un latido más y más fuerte, sudando y delirando con lágrimas de asombro por casi cada verso. Alguna vez, al despedirse, abrazó a aquella estatua. A la vuelta los que le esperaban, sin haber podido comunicarse antes con él, exclamaban al verle venir: ''tienes que desaparecer sin dejar rastro cada vez que vienes, ¿eh?''. Él agradecía que no le preguntaran qué había ido a hacer, nadie hubiera querido acompañarle en cualquier caso. El hecho de que fuera un secreto le ahorraba también el rechazo de quien fuera su compañero en aquel viaje. Y le gustaba que fuera una cosa entre él, Lorca y Madrid.


Llevo un tiempo queriendo ir a Lisboa a pasar el día sin que nadie se entere, ya que nadie tiene por qué enterarse. Ir en tren sería lo ideal, adoro los trenes y odio los autobuses, pero ambas opciones salen el doble de caras que pagar la gasolina de un coche. Quería disfrutar de la ciudad y saborearla de verdad, ir un día de diario para observarlos a todos trabajando o camino del trabajo y ver la ciudad latiendo, como he hecho con todas las capitales en las que he estado. Quería ver el mar trabajando para sus barcos, pasear por toda esa zona con el aire y la brisa salada relajándome y golpeándome en la imaginación durante todo un día... y no es una escapada, es lo que he hecho con mi vida, cómo he preparado mi día a día. Es la libertad, apartarse lo circunstancial de delante y disfrutar de la vida. ¿De qué nos sirve decir ''es genial que estemos vivos'' si luego nos pegamos los días tirados en el sofá? No tiene sentido. Yo no propongo hacer algo especial un día, sino que lo normal sea lo especial, convertir lo genial en algo casi rutinario, en nuestro diario. Así tendría que ser la vida, tendríamos que aprovecharla de esta forma, ahora que podemos, ahora que tenemos la edad y ningún problema. Solo me falta alguien que tenga coche y entusiasmo por la idea.




En 1968 Paul McCartney iba camino de la casa de Cynthia Powell, recién divorciada de John Lennon. Lennon, que pasaría a la Historia como un gran pacifista, comenzó en aquella época una especie de campaña para que todo el círculo de amistades compartidas del matrimonio no volvieran a contactar ni interesarse por Cynthia ni por su hijo Julian, que por aquel entonces tenía 5 ó 6 años, ahora que ambos habían salido de la esfera de John. "Hemos sido buenos amigos durante muchísimos años y creo que es excesivo considerarlos persona non grata y sacarlos así de mi vida", dijo Paul que, preocupado por la situación de Cynthia y sobretodo por la de Julian, comenzó a pensar en su coche algo que poder decirle para reconfortarlo. Entonces tarareó: "hey Jules, don't make it bad, take a sad song and make it better (no te lo tomes a mal, coge una canción triste y mejórala)". Cynthia recordaría más tarde: "estaba totalmente sorprendida cuando, una tarde, Paul llegó por su cuenta. Estaba conmovida por su preocupación por nuestro bienestar... En el camino hacia acá compuso 'Hey Jude' en el automóvil. Nunca olvidaré el detalle de Paul de preocuparse por venir a vernos". El resultado de aquella tarde fue una canción que puede con cualquier cosa que estés pasando y te anima aunque no quieras. Fue hecha para ayudar a la gente, para reconfortarla y es efectiva al 100%. Creo que es la canción más bonita del mundo, es la única que me hace llorar cada vez que la escucho, tiene esa belleza y esa fuerza. Ha sido la mano que he agarrado para salir del agujero siempre, desde bien pequeño y nunca he querido escucharla muchas veces para que no perdiera el efecto que tiene en mí, ni siquiera un poco. Su letra es increíble, pero lo que más me gusta es su final, esos 4 minutos de tarareo hipnótico que no quieres que terminen nunca, que te hacen sentir increíblemente feliz... esa canción tiene la capacidad de recordarme quien soy, lejos de las circunstancias que dejé que me fueran definiendo con esa forma tan inexacta que tienen las circunstancias de definir a todo y a todos. Hace que me reencuentre conmigo mismo, con lo que soy en esencia... no puedo imaginarme mi vida sin esta canción. Mi favorita, sin duda.

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