6/9/09

William S. Burroughs

Fragmento de su novela, El almuerzo desnudo:
—¿Los homosexuales están clasificados como pervertidos?
—No. Recuerde el archipiélago de Bismark. No hay homosexualidad declarada. Un
estado-policía que funcione no necesita policía. A nadie se le ocurre que la
homosexualidad sea una conducta concebible... En un matriarcado, la homosexualidad
es un delito político. Ninguna sociedad tolera el rechazo declarado de sus principios
fundamentales. Aquí no estamos en un matriarcado, Insh'allah. Conocerá usted el
experimento que consiste en someter unas ratas a electroshock e inmersión en agua fría
apenas se acercan a una hembra. Pronto se vuelven todas ratas maricas, y si una de esas
ratas chillase «soy una loca y me encaaaaanta serlo» o «¿quién te la cortó, monstruo de
dos agujeros?» sería una rata normal. Durante mi más bien breve experiencia
psicoanalista —puntos de fricción con la Sociedad— a un paciente le dio un ataque de
locura y salió corriendo por la Estación Central con un lanzallamas, dos se suicidaron y
otro se me murió en el diván como una rata de selva (las ratas de selva llegan a morirse
si se encuentran repentinamente en una situación desesperada). Sus parientes se cabrean
y yo les digo: «Son gajes del oficio. Llévense este fiambre de aquí. Me deprime a los
pacientes vivos. » Me di cuenta de que todos los pacientes homosexuales manifestaban
fuertes tendencias heterosexuales inconscientes y los heteros tendencias homosexuales
inconscientes.
—¿Y qué conclusiones saca usted?
—¿Conclusiones? Absolutamente ninguna. Era una observación de pasada.
Estamos almorzando en el despacho de Benway y suena una llamada.
—¿Cómo... ? ¡Monstruoso! ¡Fantástico... ! Siga con ello y espere.
Colgó el teléfono.
—Estoy dispuesto a aceptar de inmediato un cargo en Islam, S. A. Al parecer el
cerebro electrónico se ha vuelto loco jugando al ajedrez de dimensiones con el Técnico
y ha soltado a todos los sujetos del C. R. Hemos de llegar al tejado. Está prevista la
Operación Helicóptero.
Desde el techo del C. R. asistimos a una escena de horror sin igual. Los DIs andan
por delante de las mesas de café con largos hilos de saliva colgándoles de la barbilla y
los estómagos haciendo sonoros gorgoteos, otros eyaculan a la vista de las mujeres. Las
latahs imitan a los transeúntes con obscenidad de monos. Los yonquis han saqueado las
farmacias, se chutan por las esquinas... Los catatónicos decoran los parques... Los
esquizofrénicos se apresuran por las calles con gran agitación lanzando gritos
desgarradores, inhumanos. Un grupo de PRs —Parcialmente Reacondicionados—
tienen rodeados a unos turistas homosexuales y les hacen ver sus cráneos nórdicos
sobrepuestos con horribles sonrisas comprensivas.
—¿Qué quieren? —suelta una de las locas.
—Queremos comprenderles.
Un contingente de simiópatas dan aullidos colgados de farolas, balcones y árboles,
cagando y meando encima de los transeúntes. (Un simiópata —no recuerdo el nombre
científico de esa anomalía— es un ciudadano convencido de ser un mono, u otro simio.
Es una anomalía propia de la vida militar que se cura con el licenciamiento.) Los
enloquecidos de amok corretean cortando cabezas a su paso, con rostros dulces y
remotos y sonrisa flotante... Ciudadanos con bang-utot incipiente se aferran a sus penes
y piden auxilio a los turistas... Salteadores árabes lanzan gritos y alaridos, castran,
destripan, arrojan gasolina inflamada... Unos bailarines hacen strip-tease con intestinos,
hay mujeres que se meten genitales seccionados en el coño, los raspan, los golpean, los
agitan ante el hombre elegido. Fanáticos religiosos en helicópteros arengan a las
multitudes y hacen llover tabletas de piedra que contienen mensajes sin sentido.
Hombres-leopardo desgarran a la gente con sus garras de hierro, entre toses y rugidos.
Iniciados de la Sociedad de Canibalismo Kwakiutl arrancan narices y orejas a
mordiscos...
Un coprófago recoge un plato, caga encima y se come la mierda, exclamando:
«¡Mmmm, qué rica está!»
Un batallón de pelmazos desenfrenados merodea por calles y hoteles en busca de
víctimas. Un intelectual de vanguardia: «Es evidente que la única literatura válida de
hoy en día es la que se halla en los informes y las revistas científicas», le ha puesto a
alguien una inyección de bulbocapnina y se dispone a leerle un folleto sobre «el uso de
la neohemoglobina en el control de granuloma degenerativo múltiple». (Naturalmente el
informe es una pura jerigonza, compuesta e impresa por él.)
Sus primeras palabras: «Me parece usted persona inteligente. » (Palabras de mal
agüero siempre, muchacho... Cuando las oigas no debes preparar la huida, sino largarte
de inmediato.)
Un oficial de colonias inglés ayudado por cinco policías jóvenes, ha detenido a un
sujeto en la barra del club: «¿Conoce Mozambique?», y se lanza a la saga interminable
de su paludismo:
—Así que el médico me dijo: «Lo único que le aconsejo es que abandone la región.
De lo contrario acabaré enterrándole a usted. » El matasanos ese se dedica también a las
pompas fúnebres. Un poco de aquí, otro poco de allí, digamos, y de vez en cuando se
daba a sí mismo un trabajito que hacer. —A la tercera ginebra, cuando ya te va
conociendo, se pasa a la disentería—. La evacuación es de lo más extraordinario. De un
color más o menos amarillo blancuzco, como lefa rancia, y pringosa, ya sabe.
Un explorador de salacot ha derribado a un ciudadano con una cerbatana de dardos
con curare. Le hace la respiración artificial con un pie. (El curare mata por parálisis
pulmonar. No tiene ningún efecto tóxico; no es, estrictamente hablando, un veneno. Si
se le hace respiración artificial, el sujeto no morirá. El curare se elimina muy
rápidamente por los riñones.)
—Eso era el año de la fiebre bovina, cuando se moría todo, hasta las hienas... Así
que allí estaba yo, en las fuentes del Culodemono, y sin una gota de vaselina. Cuando
llegó por paracaídas mi gratitud fue indescriptible. Por cierto, que hasta ahora no se lo
había contado a ningún bicho viviente... plagas esquivas... —su voz resuena a través del
vasto vestíbulo vacío de un hotel estilo 1890, terciopelos rojos, plantas, de caucho,
dorados y estatuas—. Fui el único blanco iniciado en la infame Sociedad Agouti, que
presenció y participó en sus ritos innombrables.
La Sociedad Agouti ofrece una fiesta Chimú. (Los Chimús del antiguo Perú eran
muy dados a la sodomía y en algunas ocasiones libraban batallas a garrotazos, que
llegaban a causar varios cientos de bajas en una tarde.) Los jóvenes, retándose y
jugueteando con los garrotes, se agolpan en el campo. Comienza la batalla.
La fealdad del espectáculo, amable lector, sobrepasa toda descripción. ¿Quién
puede ser un vil cobarde meado de miedo y al mismo tiempo un vicioso mandril
culimorado, alternando tan deplorables estados como escenas de vodevil? ¿Quién puede
cagar sobre un adversario caído que, moribundo, come la mierda y grita de júbilo?
¿Quién puede ahorcar a un débil mental para recibir su esperma en la boca como un
perro vicioso? Con gusto, amable lector, haría gracia de estos detalles, pero mi pluma,
como el viejo marinero, tiene su propia voluntad. ¡Oh, Cristo bendito, qué escena ésta!
Un chulo joven y bestial hace saltar el ojo de su compañero y se la mete por el cerebro.
«Este cerebro ya está atrofiado, y más seco que el coño de la abuela. »
Se convierte en un macarra rockero:
—A tomar por el saco la muy puta. Como un crucigrama, ¿qué relación tiene
conmigo el resultado si hay resultado? ¿Mi padre ya o todavía no? A ti no puedo
joderte, Jack, estás a punto de ser mi padre, mejor sería cortarte el cuello y follarme a mi
madre a las claras que joder a mi padre o viceversa mutatis mutandis según y cómo, y
cortarle el cuello a mi madre, bendita puta, aunque sería la mejor manera de atajar esa
horda de palabras y congelar su cuenta corriente. O sea que cuando a uno lo paran en el
cambio de agujas no sabe si poner el culo al «padre eterno» o hacerle un corte a la
navaja a la señora. Dame dos conos y una picha de acero y procura no meter tu cochino
dedo en mi plato, capullo, ¿qué te crees que soy, un receptor con el culo morado huido
ya de Gibraltar? Macho y hembra. Los castró él. ¿Hay alguien que no distinga los
sexos? Te cortaré el cuello, blanco hijo de puta. Sal a la luz como nieto mío y enfréntate
a tu madre por nacer en dudosa batalla. La confesión jodió su obra maestra. Le corté el
cuello al portero por un puro error de identidad, era un polvo tan horrible como el viejo.
Y en la carbonera todas las pollas son iguales.
Volvamos pues al campo de batalla. Un joven ha penetrado a su camarada en tanto
otro amputa la parte más orgullosa del estremecido beneficiario de su vergajo de modo
que el miembro visitante proyecta llenar el vacío que natura aborrece y eyacula en la
Laguna Negra en la que impacientes pirañas devoran al niño aún no nacido ni —a la
vista de ciertos hechos probados— probable.
Otro pelmazo anda con una maleta llena de trofeos y medallas, copas y cintas.
—Pues esto lo gané en Yokohama, el premio al artefacto sexual más ingenioso.
(Sujétenlo, es un caso desesperado.) Me lo dio el emperador en persona y todos los
demás participantes se castraron con cuchillos de harakiri. Y esta cinta la gané en un
concurso de degradación en Teherán en las reuniones de Yonquis Anónimos.
—Me piqué toda la morfina de mi mujer que estaba en cama con una piedra en el
riñón tan grande como el diamante Hope, y a ella le di media vagamina y le dije: «No
esperes que te alivie del todo... Y cállate ya. Quiero disfrutar de mi medicación. »
—Robé un supositorio de opio del culo de mi abuela.
El hipocondríaco tira el lazo sobre un transeúnte, lo mete en una camisa de fuerza y
empieza a hablarle de su septum podrido:
—Puede producirse una descarga de pus espantosa... espere un poco y la verá.
Hace un strip-tease y guía los dedos recalcitrantes de su víctima por las cicatrices
de su operación:
—Toque esta hinchazón purulenta en la ingle, ahí tuve linfogranulomas. Y ahora
quiero que palpe mis hemorroides internas.
(Una referencia al linfogranuloma, «bubones climáticos». Una enfermedad venérea
viral propia de Etiopía.) «Por algo nos llaman puercos etíopes», se burla un mercenario
etíope, venenoso como una cobra real, mientras sodomiza al Faraón. Los antiguos
papiros egipcios hablan todo el tiempo de puercos etíopes.
Así que todo empezó en Addis Abeba, como el charlestón, pero éstos son otros
tiempos. Un Solo Mundo. Ahora los linfogranulomas florecen en Shanghai y en
Esmeraldas, en Nueva Orleans y en Helsinki, en Seattle y en Ciudad del Cabo. Pero el
corazón añora la patria y la enfermedad: muestra una clara predilección por los negros,
es la niña bonita de los racistas blancos. Pero se dice que los brujos del Mau Mau están
cocinando una preciosidad de venérea sólo para blancos. No es que los caucásicos sean
inmunes a esta enfermedad: en Zanzíbar la contrajeron cinco marineros británicos. Y en
el condado de Negro Muerto, Arkansas («La gente más blanca y la roña más negra de
Estados Unidos. Negro, no dejes que el sol se ponga contigo aquí»), el forense apareció
con bubones a proa y a popa. Tan pronto como su estado interesante fue evidente, un
comité de vecinos ultras lo quemó vivo en los excusados del juzgado, entre grandes
disculpas. «Vamos, Clem, hazte idea que eres una vaca aftosa. » «O un capón con la
peste avícola. » «No os pongáis demasiado cerca, chicos. Igual le explotan los intestinos
con el fuego. » En resumen, la enfermedad tiene habilidad para viajar, no como algunos
virus desgraciados que están destinados a languidecer sin realizarse en las tripas de una
garrapata o de un mosquito tropical, o en la saliva de plata de un chacal que agoniza
bajo la luna del desierto. Tras una lesión inicial en el punto de infección, la enfermedad
pasa a los ganglios linfáticos de la ingle, que se hinchan, revientan y dejan unas grietas
que supuran durante días, meses, años, un flujo purulento y pringoso salpicado de
sangre y linfa putrefacta. Frecuentemente se complica con elefantiasis de los órganos
genitales, y se han señalado casos de gangrena para los que estaba indicada la
amputación in medio, de cintura abajo, del paciente, aunque apenas merecía la pena. Las
mujeres sufren generalmente infección secundaria del ano. Los varones que acceden al
coito anal pasivo con un compañero infectado, como si fueran mandriles débiles a punto
de poner el culo encarnado, pueden también dar cobijo a un pequeño forastero. A la
proctitis inicial y al inevitable flujo purulento —que puede pasar inadvertido en el
barullo— sigue una constricción del recto que requiere la intervención de un
descorazonador de manzanas o su equivalente quirúrgico para que el infortunado
paciente no se vea obligado a tirarse pedos por la boca ni a cagarse en los dientes dando
lugar a casos de halitosis persistente e impopularidad con todos los sexos, edades y
estados del homo sapiens. De hecho, un bujarrón ciego fue abandonado por su lazarillo,
un perro policía, polizonte de corazón. Hasta muy recientemente no había tratamiento
satisfactorio. «Se hace tratamiento sintomático», lo que en el oficio quiere decir que no
hay ninguno. Ahora muchos casos ceden a la terapia intensiva con aureomicina,
terramicina y algunos de los últimos inventos. No obstante, un porcentaje apreciable se
muestra tan refractario como los gorilas de las montañas... Así pues, chicos, cuando esas
lenguas de fuego jugueteen con vuestras pelotas y vuestras pijas y os trepen por el culo
como un soplete azul invisible de orgones, en palabras de I. B. Watson, Pensad Dejaos
de jadeos y empezad a palpar... y si palpáis un bubón, salíos fuera y decir con un
gemido nasal y frío: «¿Crees que me interesa el contacto con tu horrible estado? No me
interesa en absoluto.»
Gamberros rockeros adolescentes toman por asalto las calles de todas las naciones.
Irrumpen en el Louvre y arrojan ácido al rostro de la Gioconda. Abren puertas de zoos,
manicomios, cárceles, revientan las conducciones de agua con martillos neumáticos,
rompen a hachazos el suelo en los lavabos de los aviones comerciales, apagan faros a
tiros, liman los cables del ascensor hasta dejar un solo hilo, conectan las alcantarillas a
los depósitos de agua, arrojan tiburones y rayas, angulas eléctricas y candirús a las
piscinas (el candirú es un pez pequeño en forma de anguila o gusano de medio
centímetro de grosor y de unos cinco de largo que circula por ciertos ríos de mala
reputación de la cuenca del Amazonas, y que se cuela por la picha o por el culo, o por el
coño de las mujeres faute de mieux, y se queda allí enganchado gracias a sus espinas
afiladas sin que se sepa bien con qué objeto porque no ha habido ningún voluntario que
observe in situ el ciclo vital del candirú), meten el Queen Mary a toda máquina en el
puerto de Nueva York vestidos de marineros, hacen carreras con aviones y autobuses de
pasajeros, irrumpen vestidos de bata blanca en hospitales y clínicas llevando serruchos y
hachas y bisturíes de un metro de largo; sacan a los paralíticos de sus pulmones de acero
(imitan sus ahogos revolcándose por el suelo con ojos desorbitados), ponen inyecciones
con bombas de bicicleta, desconectan los riñones artificiales, cortan a una mujer por la
mitad con una sierra quirúrgica de dos manos, meten piaras de cerdos gritones en la
Bolsa, cagan en el suelo de las Naciones Unidas y se limpian el culo con tratados,
pactos, alianzas.
En avión y en coche, a caballo, camello o elefante, en tractores, en bicicletas o
apisonadoras, a pie, en esquíes y trineos, muletas y saltadores, los turistas asaltan las
fronteras, reclamando asilo con imperiosa exigencia «ante la situación indescriptible en
que se encuentra Libertonia»; la Cámara de Comercio se esfuerza en vano por contener
el desastre:
—Por favor, no pierdan la serenidad. Sólo son unos cuantos locos que se han
escapado del manicomio.

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